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domingo, noviembre 18, 2012

MARTÍN EL IMPACIENTE




De lo que pasó un día antes de arrojarme al río, ciertamente,  no me enorgullezco. Pero  es una vieja historia, de la que ya han trascurrido trescientos años.  Desde entonces vago, incorpóreo, alrededor de sus pilastras sin mucho que hacer; salvo observar las corrientes, los  paseantes y a las otras ánimas que también tuvieron su mal día y una peor decisión.  

Los fantasmas no hablamos entre nosotros. La incomunicación es tan severa como con los vivos.  En cambio, podemos vernos  e intuir nuestros  sentimientos. Quizá por eso no podamos conversar.  Mantenemos los nombres que teníamos mientras vivíamos y el apellido depende de nuestra actitud en el nuevo plano.  Mi nombre es Martín el Impaciente. Sí, ya sé que parece absurdo tener prisas una vez muerto.  Va contra la lógica al no tener ya nada que perder una vez cortado el hilo, pero es que me canso de este  puente de piedra, de las crecidas del Ebro y sus monótonos colores. Me canso de ver tirarse a sus aguas a personas que vi corretear de niños en sus orillas. Desconozco cuanto tiempo me queda todavía antes de abandonar este trance.  Creo que tiene que ver con aprender  una lección. 

La semana pasada nos dejó Juan el Necio. Tengo entendido que llevaba  bajo el puente más de setecientos años, pero nunca le noté ni el más mínimo atisbo de tristeza o  preocupación.  Añadiré  también que le gustaba jugar.  Se sentaba cara a la corriente sobre la pilastra del arco central, seleccionaba con la mirada un tronco a la deriva y  seguía  su transcurso hasta llegar a su altura. Si en ese momento pasaba intacto al otro lado del puente, daba un  brinco de entusiamo.  Si, en cambio, chocaba con la base, se sumía en un enfado tan profundo como inexplicable. A mí me gusta trastear con los anzuelos de los pescadores. Estoy convencido de que los peces sí que pueden vernos. Y, pese a eso, no nos temen. Los fríos días de niebla disfrutamos de la ausencia de los vivos, por lo que estamos autorizados a emitir leves silbidos, golpear la superficie del río, y hacer breves incursiones en la catedral cercana, en la que repostamos arrobas de esperanza, inhaladas junto a incienso y hollín. En una de estas ocasiones, Juan el Necio, imbuido del ambiente de la catedral, comenzó a tañer las campanas desobedeciendo las normas. Ante el revuelo ocasionado en toda la ciudad por semejante suceso, el capellán tuvo que improvisar una explicación, achacándolo a una travesura de la chavalería del barrio. Ante la escasez de sucesos que rompieran con la insufrible monotonía de mi existencia, pacté conmigo mismo que, todos los años en la misma fecha, volvería a la catedral a tocar las campanas, azuzando la superchería de las gentes de la ciudad.

Esta mañana decidí seguir la marcha de un joven árbol que viajaba río abajo girando y saltando a merced de la corriente, hasta frenarse junto a la orilla. Sobre ella charlaban un hombre joven y su hija de corta edad. Demasiada luz en el cielo anunciaba mi próxima marcha del lugar, pero algo me mantenía sujeto al tronco que perseguía hacía unos instantes. Decidí sumergirme en la profundidad de las aguas para protegerme de un sol que no me pertenece. Me encontré con un enorme siluro que me observaba incrédulo. Pareció querer decirme algo cuando, súbitamente, fui catapultado fuera del río por una fuerza extraordinaria y lo último que recuerdo es la mano de la niña acariciándome ante la complacida mirada de su padre.

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