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domingo, octubre 31, 2010

BUSCANDO EL ALMA



Hace mucho tiempo, reinaba en un país muy lejano; tan lejano que estaba en el centro del mundo, un monarca poderoso. Su palacio estaba contruido de un mármol tan brillante que los embajadores de los estados vecinos sólo podían entrar con los ojos vendados.
Su trono era de tal belleza, que cuentan que un día un general vencido, que venía a entregarle las llaves de su ciudad, cayó muerto a sus pies impresionado por los colores de los rubíes y esmerladas que estampaban sus paneles de oro. Nuestro rey era un guerrero temible por su sagacidad en el pacto y su fiereza en la lucha. Conocía el secreto de la mirada en la que encontraba cualquier cosa que buscara. Pero pese a su poder y riquezas algo nublaba su mente. Quería encontrar el alma. Los maestros que forjaron su
educación le mostraron en breves pinceladas el concepto del alma
y su tránsito, pero lejos de saciar con sus enseñanzas su mente inquieta, consiguieron, en cambio, abrir una herida, que el paso del tiempo infectaba. Mandó traer de los rincones de la tierra
más recónditos miles de manuscritos en los que los sabios más respetados plasmaban sus conocimientos. Consultó a astrólogos. Llegó a quemar un bosque que había rodeado previamente con sus ejércitos y así pudo capturar a las brujas que se escondían en
su interior para interrogarles. Todo fue en vano. Nadie parecía conocer el asiento del alma. Su deseperación fue tal que su ánimo amenazaba gangrena. La locura merodeaba a nuestro monarca.
Una noche mandó llamar al jefe de inteligencia del reino y le encomendó una extraña
misión: Debía salir inmediatamente del palacio y volver con un niño, una madre, una anciana, y así hasta cien personas de distinta condición. Al ebanista real le instó a construir, en el salón del reino, cien mesas dotadas de cuatro correas, una en cada esquina. A las pocas horas, todavía de noche, todo estaba dispuesto tal y como había planeado. Un rumor de ansiedades se había apoderado de la sala. Decenas de médicos preparaban sus visturíes. Los soldados jadeaban por el esfuerzo, mientras los cien súbditos cabeceaban atados a las mesas. Cada médico tenía apuntado en un papel el sitio exacto
donde debia hacer la incisión. Sobre cada cama una víctima, al lado de cada una un médico y, junto a él, un soldado y un notario. Al bajar el brazo el rey, comenzó la carnicería. Gritos, rasgaduras, desmayos, las patas de las mesas golpeando el mármol semajando una estampida de caballos. Cráneos trepanados, pechos abiertos en canal, hígados y
pulmones seccionados en finas tiras. En pocos minutos era imposible dar un paso en tan dantesco escenario, sin salpicar de sangre hasta el último rincón de la sala. El ruido fue disminuyendo, y paralelamente iba creciendo el terror de los cirujanos al no encontrar ni rastro del alma en el cuerpo de los cadáveres. Al final todo se redujo al metálico tintineo de las herramientas al ser recogidas en sus recipientes. El rey que había recorrido con su mirada los rostros de los médicos, los soldados y los notarios mientras cumplían sus órdenes; y que estuvo examinando con minuciosidad los de las víctimas cuando exhalaban sus últimos alientos, abandonó el salón en silencio con la respuesta impresa en su alma.

3 comentarios:

Pitt Tristán dijo...

El relato es magnífico. Resulta sorprendente cómo los principios elevados siempre consiguen volver la naturaleza humana contra sí misma.

marikosan dijo...

Las personas que sólo se rodean de belleza y lujo, que están por encima del mal y del bien, tienen que recurrir a siempre a extremos para sentir algo, el caso es que esta fábula no está tan lejos de la realidad que nos rodea.

el grito en el cielo dijo...

Gracias. Al escribir este relato he vuelto a pensar en voz alta. Me gusta poner a los personajes al límite para ver como reaccionan antes estímulos como el miedo, la soledad, la curiosidad, etc.